miércoles, 24 de julio de 2013

Un consejo de porque no se debe ver Psicosis, leer Perdón y olvido, ni enterarse de la muerte del algún vecino el día que se cumple 40


Llovía apenas, a lo lejos se escuchaba la lluvia y solo los goterones que se forman en las enormes manos de león reventaban a ratos en la ventana. Veía una película en la enorme casa, solo, sin esperanzas de una visita. Al inicio los maquillajes de Hopkins y Helen Mirren le parecieron mal logrados, estaba seguro que ocultaban la genialidad de esos actores. Aunque poco a poco, junto con el miércoles que dejaba de ser miércoles, y el jueves que llegaba silencioso como si nada a entregarle los cuarenta, fue adaptándose a la historia sin percatarse ya de nada. La película trataba de una película, se llamaba Hitchcock y la trama era sobre el proceso de grabación de Psicosis, la genialidad de Alfred puesta en escena. De modo que como mucho en su vida, los cuarenta le llegaban enredados en el proceso de creación de Psicosis, un cuento de Sergio Ramírez que leía, y que terminó esa misma madrugada en el penúltimo cuarto del corredor, con el aire encendido, entre una sábana blanca y la tremenda noticia de que Juan Batz, su vecino, esa misma noche había sido encontrado asesinado a cuchilladas en la sala de su casa.
Estaba por cerrar el libro, no porque el sueño le ganara la batalla, si no por lo insólito de la escena. Y lo hizo. Sobre sus piernas descansaba junto a sus manos, mientras su cabeza buscó reposo en la pared de ladrillos. Un respiro profundo, como una bocanada de aire puro que llega después de los vicios, parecía darle calma. Por el contrario, una mezcla de quien sabe que sentimientos indeseables se colaron por la nariz hasta el tuétano de su alma. El corazón se le desbocó tal cual hiciera todo por salir de él que para ese entonces, con apenas una hora y varios minutos vividos los cuarenta, era una caja de gatos enloquecidos queriendo salir a costa de todo. La sombra de la mujer mayor esgrimiendo el cuchillo, ese sonido agudo repitiéndose como un martillo que insiste sobre la cabeza. El ojo de Marion desapareciendo, y la sangre que sigue escapando por la bañera, se mezclaron con el miedo que sintió cuando el hombre del cuento descubre en una escena de una vieja película mexicana, a sus padres bailando cada cual con distinta pareja. El hombre detiene la película para comprobar lo visto, y no solo descubre a sus padres donde no se imaginaba, sino que además ve cuando cada cual le cuenta a su pareja algo que a él le parece un misterio,  por las expresiones y por que parecía que su padre estaba a punto de llorar. Eran extras, nada más estaban allí para darle vida a aquel salón de baile, se suponía que a esos lugares la gente va a divertirse no a confesar sus tragedias a los demás. De modo que si sus padres eran extras, aquello, lo descubierto, se convertía en un misterio.
Con eso hubiese podido dormir, pero luego regresó el sonido, un chirrido aterrador, y las cuchilladas arrebatándole la esperanza a Marion. «Batz murió igual —se dijo—, que raro, era un hombre bueno.» Hasta allí todo bien, pero los cuarenta y la artritis de los dedos, ese trabajo lejos de la familia, y la sangre de Batz regada por toda la casa, lo hicieron levantarse, apagar el aire y volverlo a encender. Se cepilló los dientes tres veces y el tiempo como si se hubiese encaprichado con él, no avanzaba ni un minuto.
Pobre, así se pasó la noche entera, queriendo ganarle la batalla al tiempo, como si el tiempo no fuera uno mismo.
Después de los cuarenta el hombre pierde el sentido; se extravía, y si no se anda con cuidado, mezcla y confunde, volviéndose cada vez más loco.
Dos cosas: escogí la foto de Joseph Losey no porque en ella luzca como un cuarentón, si no porque a esa edad, los 40,  hace su debut en el complicado mundo del largometraje. Los años eran duros por aquella época, los 40, valdría decir una muralla alambrada para un cineasta norteamericano con tendencia comunista. El cineasta no es cineasta hasta que ve su primera película proyectada en un cine; ni el escritor es escritor hasta que el editor le entrega su primer libro en las manos. El arte es una cuestión de sangre; pactas con él, con Dios o con el diablo. La cuestión es que dejarlo, independientemente de situaciones que en algunos casos son consecuencia y no el arte mismo, como una publicación, resulta irrelevante para quien se entrega sin falsos miramientos; es, se podría decir, aunque no asegurar, imposible. Eso mismo, dejarlo sería casi imposible. Joseph trazó la ruta, y tal cual se tratará de un número bíblico, antes anduvo por el teatro y la pedagogía, para luego resultar en el cine. De modo que decir que solo existe un tipo de escritor, “el publicado”, es tan falso como decir que Joseph Losey no fue cineasta hasta que vio “Al muchacho de los cabellos verdes” proyectada en un cine repleto de palomitas de maíz.
La segunda: en el mismo camarote, el 55, un tipo de mediana estatura, mirada perdida hacia dentro y restos de mar en las manos, nos contó a rastras eso de los cuarenta, que son una locura, y todo lo demás.
RB o JU, da lo mismo, lo que cuenta es la historia

2 comentarios:

  1. Nunca hubiera imaginado esa relación entre "Perdón y Olvido" y Psicosis, sino lo haces vos. Ahora la veo tan clara, la antología de los cuentos de Ramírez, con sus personajes desdichados y sus finales trágicos, al igual que Marion econtrando su final en el motel Bates.
    Esos finales trágicos que se repiten una y otra vez con los artístas que se pierden buscando fama, dinero, reconocimiento, o simplemente quieren pertencer a un círculo

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  2. Te agradezco el comentario compañero, y es acertado tu aporte. Pero insisto, fue un señor chaparrito que asomo una noche de luna al camarote, y nos conto todas esas cosas, despues de eso nadie lo ha vuelto ha ver por el barco.

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