Tengo ya varias
semanas de soñar con el cine, no el cine como arte, si no el cine; esa sala
enorme y moderna que ha ido mutando de lo antiguo y tenebroso a esa sensación
de automóvil lujoso. Yo iba, es decir, he ido desde hace tanto que he visto los
inicios, desde el proyector enorme de embobinados, rollos igual de enormes que
en sus latas don Arturo transportaba de una sala a otra en un carrito de ruedas
pequeñas y bulliciosas; hasta el hoy, moderno, derrochador, un lujo sin
maculas.
Una tarde el
sistema de aire generó un efecto devastador en mí ilusión de días: recién
iniciada la función empezó a expulsar sobre nosotros, embelesados espectadores,
bocanadas de nubes confusas, efecto que suscitó en la concurrencia un grito de
fuego. Instintivamente el resto grita lo mismo yendo como locos en busca de
algo que ya no recuerdan, y se agolpan incomodándose en la semioscuridad,
buscando sin encontrar lo que ya conocían. No te muevas, dijo el abuelo, no es
fuego, es polvo. Si aquello hubiese coincidido con la escena, habría sido el
efecto más real de todos, no en ese teatro viejo y mal cuidado, si no en la
historia del cine.
Ahora, digo en
estos tiempos, desde hace unas semanas, a la misma hora, justo antes del
despertador, una evocación repetitiva de Woody Allen, no un recuerdo como tal,
un algo que fue un sé que entre sueño y deseo, entre deseo y paramnesia; despierta
esa sensación de extravío que luego huye dejando todo el terreno a la felicidad,
y no lo digo como una palabra, no como un sentimiento reprimido, si no la
felicidad, esa congruencia de sensaciones que no se olvida y que de pronto
aparece en medio de la tormenta, de los aguaceros irrefrenables de la vida.
Y si bien es
cierto que rayo las lindes de la estupidez, no me avergüenzo, pues acá, en este
encierro, cualquiera puede ver las películas que desee. Sin embargo, esa simbiosis
que forman la pantalla grande, los asientos de respaldo alto, las tenues luces
azules en el piso, los pasillos llenos de gente que conversa mientras come
palomitas y camina tan rápido como puede, y el cine como tal, arte maravilloso,
enredadera de sueños; ese conjunto de elementos es sin duda lo que todos
nombramos llenos de felicidad cuando decimos, por ejemplo: “esta tarde
iremos al cine.”
Y cada vez siento, es decir, percibo en mi al Lucio Medina, personaje de un relato que le
escuché a un hombre alto y barbado, luchando todo el tiempo con las erres, en
el Subte de buenos aires. Y se lo escuché de principio a fin, sabiendo que iba
más allá de lo desconocido, desde Juramento hasta Agüero, pasando por Callao,
bajándome en Catedral para preguntar estúpidamente como regresar a Palermo. El
hombre lo contó de principio a fin con una cadencia tal y un ritmo de capítulo
7, profanando recuerdos como si nosotros, los que le escuchamos fieles de
principio a fin, fuésemos personajes atrapados aún en los mundos del 138,
capitulo lejano, extraviado, casi, en la vida de nadie; lo narraba a viva voz
como si de cierto hubiese tenido el mismo libro metido en los ojos. Y mientras
leía a la nada veía hacía arriba de la puerta, asido del tubo, bamboleándose,
con la mirada fija en el mapa. Levantando la voz cuando se hacía imprescindible
resaltar ciertas partes, como: “Por si le es útil a la distancia, por si aún
anda vivo en Roma o en Birmingham, narro su simple historia con la mayor
cercanía posible.”
Lo recordé
inmediatamente, todas las veces, luego de reaccionar ante aquel hecho inexplicable,
mezcla de sueño y deseo, de deseo y paramnesia; recordé esa parte donde Lució
miró el programa impreso sin encontrar más mención que la de las películas
proyectadas y los programas venideros. Y me sentí él, el Lucio ese que se
perdió en un teatro que ahora sería viejo, entre sonidos de una banda de
alpargatas, una banda femenina, que lo dejó tal y como yo regresé, todas las
veces, de esa mezcla de sueño y recuerdo, de recuerdo y paramnesia, lleno de
sorpresa y maravilla.
No sé, es
imposible saber la duración de un fenómeno tal, y es allí donde, no
refiriéndome al fenómeno sino a lo vivido en él, que he comprendido la
relatividad del tiempo. Pero al final de todo no importo yo, ni Lucio, si no
esa especie de interfaz que pone sobre la mesa una imagen, un sonido, un
sentimiento, y que al final, como parapetada detrás del narrador, me narra de
esa forma discreta, rebelde, pacifica, pero ante todo sencilla, la unión de dos
vidas que no tienen posibilidad de coexistir, sin que los hechos de cada quien se
revienten en el absurdo, porque no tengo la menor duda que él, Lucio Medina,
hombre del 47, viviendo una época escasa de novedades, haya quedado como yo, atrapado
en ese periodo de tiempo incalculable, dentro de esa misma mezcla. No lo dudo,
porque a veces la vida de un hombre es la vida de otros; aunque en apariencia
distintas, lejanas, imposibles, existe el riesgo de un inicio y un final que se
unen cada vez para pasarse y decirse algo que cambia leve, algo que vuelca la
historia. Y quizá esa parte sea el nudo, cuando despierto descubriéndome en la
sala con la sensación de Woody Allen y Lucio Medina, principio y fin, mezcla de
sueño y deseo, de deseo y paramnesia.
Renato Buezo